Introducción
Esta es una historia de derrotados, de perdedores:
una historia del pueblo.
Tras
quince meses de guerra civil y sufrimientos sin cuento, abandonados por casi todos, solamente les
quedaba lanzarse al mar para intentar salvar la vida. Embarcarse en cualquier
cosa que flotase y tratar de alcanzar las costas francesas. Atravesar todo el
Cantábrico, nada más y nada menos, e intentar llegar a Francia en cualquier
cascarón de madera, en muchos casos sin ningún marino a bordo, casi siempre
sobrecargados, faltos de alimentos y combustible, llevando heridos y
niños y mujeres y ancianos... Fue a últimos de Octubre de aquel 1937, cuando
las tempestades suelen ser corrientes en el golfo de Vizcaya.
Con ser
bastante, no acababan ahí sus desgracias: frente a las bocanas de los puertos
de Gijón, de Avilés; frente al trozo de costa que aún estaba en sus manos, patrullaba la Marina de los nacionales,
estratégicamente dispuesta, con sus minadores, sus cruceros auxiliares, sus
bous, la aeronáutica naval... Pero por encima de todos y de todo, un barco y un
nombre que permanecería grabado en la memoria de la gente durante generaciones:
¡el "Cervera"! El crucero "Almirante Cervera" con sus ocho
cañones de 152 mm. y sus 34 nudos de andar. El mismo "Cervera" que ya
a los pocos días de la sublevación aparecía delante de la playa de Gijón y
estaba cañoneando la ciudad hasta que se cansaban o se les agotaban las
municiones. El mismo "Cervera" que apresaba mercantes y aterrorizaba
a los pescadores.
Consejeros
y dirigentes de partidos y sindicatos, mujeres con niños de pecho, oficiales de
Estado Mayor, funcionarios y periodistas, milicianos llegados del frente,
jóvenes con ganas de aventura y viejos republicanos del siglo anterior, heridos
arrancados de los hospitales por amigos fieles, todos, absolutamente todos,
tenían un único pensamiento en la cabeza: huir para salvar la vida. Muchos, tal
vez creyesen que se había perdido una batalla pero que la guerra todavía estaba
por decidir, por ganar, y en su ánimo estuviese el continuar la lucha en otros
frentes. Mas el "Dunquerke" asturiano no mereció figurar ni en la
letra pequeña de la historia oficial.
Es lo que suele ocurrir cuando
la gente corriente es la única protagonista de los acontecimientos: ¡Si
por lo menos hubiera un general, un comandante o un líder obrero al que
colgarle la medalla!
Cuando
el pueblo tiene que hacer frente solo, totalmente solo a un problema,
arreglárselas para salir del atolladero, entonces... ¡eso no tiene importancia!
Ya se sabe que su vida no es otra cosa que lucha, un día sí y otro también,
para que alguien les dé un trabajo, para que el salario alcance para comer,
para sacar la familia adelante...Entonces, y como siempre, ¡qué se apañen!
En Asturias no fue lo mismo que en
Bilbao, donde hasta el subsocialista francés Leon Blum, promotor de esa
traidorada a la España republicana que fue la "No Intervención",
envió toda una escuadra para proteger a los barcos que evacuaban a la
población; no fue ni siquiera como en Santander, no. La prensa francesa de la
época, al referirse a los asturianos, no lo hacía con los adjetivos al uso:
"republicanos", "gubernamentales"; sino que les denominaba
como "los anarquistas asturianos", "los revolucionarios de
Octubre", "los dinamiteros"... Así que a esos: ¡que los zurzan!
Estaban
solos. Vencidos y abandonados. Dos o tres mercantes ingleses, contratados por
las autoridades republicanas, se
aguantaban fuera de las tres millas de las aguas territoriales para ver de
salvar el mayor número de náufragos y huidos. Buques de guerra de la Marina
británica vigilaban que, al menos en aguas internacionales, las leyes del mar
no fueran ostensiblemente conculcadas.
Y a
todo eso se había llegado porque ese mismo pueblo había osado estar cinco años
asomando un poco, solamente un poco, la cabeza por el agujero. Y, claro, para
la carcamalia ibérica, además de
intolerable, era mucho más de lo que podía soportar; así que hacia
tiempo que estaba medio afónica de desgañitarse gritando a sus generalitos
"que si el comunismo", "que si la masonería", "que si
el laicismo", "que si la patria está en peligro", "y la
familia", "y nuestras hermanas"... ¡y la biblia en verso!
Gente
corriente, pueblo llano, que un día de
Abril recibió con alegría y esperanza, sin un sólo incidente digno de mención,
la llegada de la República. Un sábado de verano, al anochecer, cuando salía del
cine, del circo, del teatro, cuando paseaba tranquilamente por la calle Corrida
o hacía tertulia en los cafés, un ulular de sirenas de barcos puso música al
comienzo de la tragedia.
-¡Es la
guerra! ¡La guerra!
-¡A la
Casa del Pueblo, todo el mundo a la Casa del Pueblo!
Eso
gritaban los hombres que bajaban de Cimadevilla y se dirigían corriendo hacia
El Humedal, hacia la Casa del Pueblo.
Sí,
aquellos eran de Cimadevilla, pescadores y marinos. Porque esa es otra, otro
lugar común más en el historicismo oficial: la Asturias de los mineros y la
dinamita. Como si los mineros, en su trabajo, estuviesen todos los días
prendiendo y tirando paquetes de dinamita, o como si, por contra, para
arrimarle candela a la mecha y lanzar
el atadillo de cartuchos al parapeto enemigo hicieran falta, además de la
imprescindible dosis de valentía, cinco años de experiencia como picador,
ramplero o posteador. No, en Gijón era el pueblo laborioso de todos los oficios
y de todos los barrios de la ciudad el que, en todas las gradaciones que van de
la valentía al pánico, del heroísmo a la cobardía, se iba a enfrentar a las
balas y a las bombas del enemigo. Tampoco era minero Cristino García, el famoso
guerrillero del PCE, natural de Ferrero, Gozón, y criado en Castrillón, sino
fogonero en el vapor "Luis Adaro"; y después de ser héroe en España
lo fue también en Francia. Cristino García, un marinero que llegó a teniente
coronel en la Resistencia francesa, condecorado con la Gran Cruz de la Legión
de Honor por su increíble victoria sobre
los alemanes en La Madeleine, por su asalto a la cárcel de Nimes, por la
liberación del departamento de Foix...
Y un
miércoles veinte de Octubre, seis años y medio después de aquel día republicano
de Abril, apenas transcurridos quince meses desde que todas las caracolas del
mar pidiesen auxilio para la República en peligro, la gente corría con otro
grito en la boca:
-¡Al
Musel, al Musel! ¡A los barcos!
Era el
Gijón de la derrota, el Gijón hambriento, famélico, aterrorizado por los
bombardeos de la aviación. Con el cielo ya enlutado en premonitoria
advertencia. Porque cuando entrasen los nacionales, y al contrario de lo que no
se cansaban de proclamar, todos iban a tener mucho que temer, incluso "los
que no hubieran robado ni tuvieran las manos manchadas de sangre."
No
conozco las llamadas "instrucciones secretas de Mola" y no sé lo que
en ellas se detallaría acerca de la represión, pero lo cierto es que aquello no
iba a ser, precisamente, la rendición de Breda. El vencedor no se iba a
conformar con las llaves de la ciudad, quería también adornar todas las lanzas
con cabezas de rojos. Porque de lo que se trataba a fin de cuentas era de que
en una larga temporada nadie gorgutase, que nadie se atreviese a asomar ni un
pelo fuera del agujero. Y eso lo sabía el
pueblo, acostumbrado, entonces como ahora, a buscar la verdad en lo
contrario de lo que le dicen.
Era el
Gijón de la debacle, del sálvese él que pueda. Hasta los dirigentes y los propagandistas
más fanáticos consideraron que, al menos por el momento, era mejor no
"morir de pie" y tratar de encontrar una plaza en un barco, aunque
hubiera que hacer todo el viaje "de rodillas". Si había que
"resistir hasta el último hombre", ellos eran, casualmente, los
antepenúltimos. Que si "resistir era vencer", siempre se podría
vencer mejor en Cataluña o en otra parte.
No, no
es desprecio lo que siento por aquellos dirigentes, simplemente, les critico,
les reprocho, sí, esa distancia que tampoco ellos supieron, o quisieron,
franquear: la que va del dicho al hecho. Enorme distancia para algunos. No se
pueden pedir sacrificios a los demás que uno no esta dispuesto a realizar. No
se puede ir de revolucionario profesional y luego desmayarse cuando ves a
alguien sangrar por un dedo. Sí, claro, me imagino que tiene que ser muy jodido
eso de estar en una trinchera y que te manden salir y avanzar hacia el enemigo,
que te estará apuntando con el fusil a placer. Yo creo que para comprender lo
que se siente en ese trance, no hay más remedio que pasar por ello; por eso
habría que haber mandado a todos los mandamases, a todos los
"imprescindibles", a las trincheras, aunque fuera solamente un día al
mes; habría que hacerles participar en un ataque y aguantar un asalto, aunque
fuera nada más que una vez en toda la guerra. Se dice que no hay nadie
imprescindible, pero el dirigente se siente imprescindible e imprescriptible,
y, para justificarse, nada mejor que rodearse de otros muchos
"imprescindibles". La igualdad, que tanto se proclamaba y defendía,
aumentaba en forma directamente proporcional a la proximidad a la línea de
fuego, mientras que el privilegio, que tanto se detestaba, era en la
retaguardia donde pervivía.
Se
ordenaba fusilar a los tenientes y capitanes de aquellas unidades que se
retirasen de una posición sin haber tenido más del cincuenta por ciento de
bajas, y ya se estaban cargando las maletas en el "Somo". Aunque para
muchos la huida no supusiera más que una propina de meses.
Pero
no, hay que procurar no ser injusto. Se podrá decir todo lo que se quiera, pero
cualquier líder obrero de entonces, cualquiera de aquellos republicanos leales,
de izquierda o de derecha, parece un semidiós al compararlo con la clase
política actual, esta sí, para mí, despreciable.
Porque la II
República española acabó mal, pero... ¿cómo acabaron los demás países europeos?
Porque, ¿qué parte de la II Guerra Mundial no es sino la suma de muchas guerras
civiles?, como en Francia, en Checoslovaquia, en Italia, en Yugoslavia, en
Grecia... Mucho se podrá criticar al régimen republicano y a la clase política
de la II República, pero lo que nunca se podrá decir es lo que hoy se puede
afirmar, sin ningún género de dudas, de los veinte años de reinado de Juan
Carlos: Que tanto, tanto se robó y se saquearon las arcas del Estado, que a
pesar de la corrupción de todas las instituciones, del mangoneo y mamoneo de la
Justicia, no tuvieron más remedio que enjaular, por chorizos, al gobernador del Banco España, al director de la
Guardia Civil, a la directora del BOE, al presidente de Banesto... Y eso, de momento.
Por otra parte, ni en las
victorias ni en las derrotas del pueblo suele abundar la épica. El que quiera
épica que la busque en otra parte: en el puente de un barco de guerra, en la
cabina de un caza, en el búnker de
cualquier Estado Mayor, con sus estrellas, sus mapas y sus tacos de jamón. En
el pueblo en guerra solo se encuentra hambre, mucha hambre, y sangre, mucha
sangre, y barro, y piojos...: ¡Desgracias y mierda! Lo pinten como lo pinten
los creadores de mitos de las religiones obreras.
¿Pero por qué una guerra tan cruel
que, comparada con ella, las carlistadas del siglo anterior parecían peleas de
niños?
(...)